martes, 1 de septiembre de 2009

Vida y muerte


Sonia detuvo su mirada en una lápida, había muchas allí, pues era un cementerio muy grande; Sin embargo esa tenía algo especial: habían dos nombres en ella, al parecer correspondían a los de una pareja. El hombre había fallecido quince días antes que la mujer, lo cual le llamó mucho la atención; comenzó a pensar en aquellas personas y en cómo a veces resulta cierto eso que dicen que se puede morir de pena. Trató de no reflexionar más sobre el tema, pues dicen que es mejor dejar descansar en paz a los muertos y ella, con sus pensamientos sentía que estaba perturbando esa calma.

Se alejó de aquel sitio y entonces, se dirigió donde debería haber ido desde un principio, a la tumba de su hermana; Sin embargo, mientras cruzaba el sendero que unía las dos divisiones del cementerio, se encontró con una mujer delgada, que traía en una mano un ramo de rosas blancas y en la otra, una botella de agua. La siguió con la mirada y, para su sorpresa, ella venía a visitar a aquellas personas que salían en la lápida que tanto había llamado su atención, sintió unas ganas de ir a hablarle, todavía no sabía bien por qué, pero en su interior sentía que necesitaba saber cómo se habían conocido esas personas. Se sentía intrusa, pero la curiosidad era más fuerte como para detener sus pensamientos y sus actos, entonces, retrocedió por el sendero y repentinamente se tiró al césped junto a la mujer.

Se miraron, pero no cruzaron palabras, la mujer se sentía un tanto incomoda, pues no es normal que cuando se va al cementerio a ver a tus seres queridos, alguien invada ese momento tan íntimo. Sin embargo; parece que hace mucho que no conversaba largo y tendido con una persona, pues de un momento a otro comenzó a hablarle a Sonia sobre la bonita pareja que hacían sus padres y así mediante preguntas la mujer fue contando paso a paso los detalles de esa bella relación.

Un nueve de enero de 1958, dos jóvenes osorninos se conocieron en una estación de trenes en Santiago; él viajaba con destino a Concepción y ella hacia su ciudad natal, tomaron el tren de las diez y como el destino sabe de estas cosas, los unió en un mismo asiento. Bernarda, con sus diecinueve años recién cumplidos, miraba por la ventana para tener que evitar ver al joven que estaba a su lado; Elías, y él leía el reverso del boleto que le dieron la primera vez que fue al cine, llevaba mucho rato haciendo lo mismo y ya se sentía un poco inquieto. De pronto el tren se detuvo y el auxiliar del conductor salió de la cabina y dirigiéndose a los pasajeros les dijo que un imprevisto había ocurrido en la línea férrea, por lo cual iban a estar parados en ese sitio cerca de seis horas, hasta que alguien de la empresa de ferrocarriles viniera a reparar el daño. La situación era desagradable, pero propicia para iniciar una conversación con el compañero de asiento.

Bernarda se cruzó de brazos y con la voz un poco quebrada le preguntó la hora a Elías, él le dijo que eran las doce con cinco, ella dijo gracias y él, de nada. Pasaron cinco minutos y el joven no encontraba la forma de volver a retomar la conversación con aquella bella mujer; entonces, decidió preguntarle su destino y así no pararon hasta que él se bajó en Conce y ella le entregó en un papel, el número de la casa donde trabajaba en Santiago, para que cuando tuviera tiempo la llamara y pudieran salir a tomar un helado. Se siguieron viendo, pues ambos trabajaban en la capital y el doce de marzo del mismo año, comenzaron a tomarse la mano, fueron de a poco, hasta que sin darse cuenta, la mano de Elías subió por la mejilla de Bernarda, la acarició y la besó en la boca. En ese momento, ambos sabían que lo que sentían no era un simple amorío nada más, sino que iba a perdurar, se querían mucho y con el tiempo se fueron amando.
Se casaron cuando ella tenía 21 años y él 23, no invitaron a sus amigos ni a su familia, sólo estaban con sus testigos respectivos, en el caso de ella, la otra empleada de la casa donde trabajaba y en el de él, un compañero de trabajo de la fábrica, tanto amor no podía esperar un día más. Se fueron a vivir a una pequeña casa en las afueras de Santiago, allí concibieron a sus hijas y las criaron. La estrecha casa de ladrillo se fue agrandando con el tiempo, a la vez que nacían los retoños y también los nietos.


Bernarda y Elías permanecieron juntos hasta que la muerte, literalmente, los separó. Un resfrío mal cuidado acabó con la vida del viejo, que hasta el final de sus días, le cantó tangos en el oído a su señora y no se cansó de decirle lo mucho que la amaba. Eran un matrimonio feliz, pero claro como todo en la vida, tuvieron sus altos y sus bajos, pero jamás nada pudo separarlos, pues el amor que los unía era más fuerte. Y ¡vaya que fuerte!, porque no pudieron estar más de una quincena separados, para que Elías viniera a buscar a su amada, la que incesantemente se lo pedía todas las noches en silencio, cuando a tientas buscaba en la oscuridad, su cuerpo ausente en el lecho.

El treinta de enero del 2006, la vieja abuela Bernarda cerró sus ojos para no despertar más y en una carta dejo escrita la bella historia de amor que construyó con su difunto marido. “(…)¿Quién va a pensar que en un tren vas a conocer al hombre de tu vida, quién va a pensar a los quince años que tendrás que llorarás por un hombre que aún ni conoces, quién puede entender que ahora no puedo vivir sin él?. Sólo la vida, ella nos une, ella nos separa y ahora nos vuelve a juntar”.

De pronto, la mujer delgada deja de hablar, había terminado su relato y la limpieza de la lápida de sus padres, ya era hora de marcharse. Entonces se para delante de Sonia y le da un gran abrazo, mutuamente se agradecen por el momento de intimidad, por la confianza y por escuchar. Sin decir más, cada una toma su camino, la mujer, el de salida y Sonia, el del sendero que aún no cruzaba, para poder llegar al lugar donde se encontraba su hermana. Como muchos domingos, este era un día para visitar a los amigos y parientes difuntos; Sin embargo, jamás una visita al cementerio había sido tan especial como ésta.